sábado, 18 de abril de 2009

Crónica del Imposible parte 2

Amanece en la ciudad, los pajarillos también han venido a recibirla con sus cantos que me despiertan para enterarme que ya han pasado tantas horas como para estar en medio del día y es hora de ir al mercado a desayunar. Es tarde, así que el puesto de las quesadillas está semi-vacío y Estela tiene tiempo de atendernos con detalle. Niñas lindas, que les vamos a servir ahora. Un sope de carne con mucho queso, una quesadilla de papa y un boing de guayaba son mi elección para curar la cruda. Me rodean vendedores ofreciendo pays de elote, cucharas de madera y hasta canciones para el ser amado; les digo que no, y echo un vistazo al colorido del mercado que mientras pasa el efecto de la cruda, se revuelve para formar un cuadro de Van Gogh. Con la panza llena y dos boings de guayaba aplacando el fuego en los intestinos, nos dirigimos al metro para buscar los libros que faltan al centro. En el trayecto, algunos vendedores nos acompañan cantando sus mercancías y de vez en cuando llegan algunos con sus mochilas ruidosas que atormentan mi cabeza aún cruda. Finalmente salimos en busca del libro que ya hemos bautizado como “imposible”, el sol brilla aún cuando ya es tarde y de librería en librería nos escondemos de él. Paseando por Donceles me parece ver a Felipe Montero con su periódico en la mano en busca de Aura. En Correo Mayor, el pasado se hace presente con balcones sucios y chuecos que saludan chimuelos por las calles coloniales y vacías. Hemos recorrido todas las librerías que estaban abiertas y conseguimos tres libros que no eran el que buscábamos. En el caminar, pasamos por cinco museos y cuando nos decidimos por uno, abandonando la búsqueda del imposible, es demasiado tarde para entrar. El olor a copal y los tambores que suenan cada vez más cerca, indican que ya estamos cerca del zócalo y casi es hora de bajar la bandera. Sentadas, esperamos en el piso de la Plaza Mayor para hacer los honores a la bandera. El cielo está despejado y el sol como haciendo homenaje a la llegada de la primavera, sigue quemando. Las familias que pasean, se paran sobre la sombra del asta para guarecerse del sol y tomar un descanso, parecen estar haciendo fila para entrar a algún evento. Han llegado los soldados, pero aún no bajan de los camiones, señal de que faltará poco para que hagan sus formaciones. Desde mi asiento, piedra que ha sido pisada por millares de manifestantes, paseantes y extranjeros, cuento las banderas que se ven desde la plaza, son cinco. Admiro los edificios con sus piedras talladas. La altura de las cúpulas de la Catedral me hace imaginar que esconde la altura de las pirámides del Templo Mayor y su grandeza, el escudo que enmarca el Palacio Nacional con su soldado español y su indio mexicano parece gritar “arriba la diversidad y sus contrastes”, La Sede del Gobierno del DF y su anexo magnifican los arcos que se encuentran en cada pueblo por pequeño que sea en este país, El Hotel de la Ciudad de México muestra de la hospitalidad y el Monte de Piedad la esperanza que nunca muere en tierras mexicanas. Todos esos balcones, testigos mudos de la historia de un gran país, que despiertan a diario y duermen velando por la patria, hoy parecen tener un brillo especial. Esta plaza es mas grande y mas bonita que cualquiera que haya visto en Europa, comento con Loi que ha sido mi compañera en esta búsqueda del libro Imposible. Cuando se escucha la trompeta del sargento que da inicio a la ceremonia. La bandera de tres colores que hoy se agita alegremente parece estar lista para irse a descansar. Rápidamente los soldados forman dos filas que enmarcan la sombra de la bandera. La fila que estaba en el asta, de pronto se disuelve para quedar salpicada detrás del cuadro que forman los soldados, repentinamente hasta los niños han guardado silencio muy formaditos detrás de la línea imaginaria que han dibujado los guantes blancos y los tambores. Estamos todos listos y saludamos para verla bajar delante de un cielo azul turquesa que de pronto se mancha con una nubecilla blanca que parece acercarse a ver los honores que este domingo le hacemos a nuestra bandera. Al mismo tiempo, van bajando las otras cinco, la de Catedral sube y baja pues al parecer, hubo algún problema con el asta que pronto rectifican. El rectángulo tricolor se hace más grande con cada toque de trompeta, su sombra nos cubre con la grandeza de esto que es mucho más que un trozo de tela, se llena el pecho de orgullo y nadie habla, todas las miradas se concentran en los guantes de los ocho soldados del Colegio de Ingenieros que se apresuran para recibirla entre sus brazos y acunarla hasta llevarla dentro del Palacio Nacional. Se ha ido a descansar y el sol parece estar de acuerdo con ella. Como si hubiera dado la orden de terminar con el día, rompemos filas y regresamos a ser paseantes o turistas. Es tiempo de despedirme de Loi y regresar a Coyoacán. Nos adentramos en la tierra por los escalones del metro. En el andén nos separamos con la promesa de seguir buscando el próximo fin de semana. De camino a casa, hojeo los libros que conseguí, pensando en aquél bribón imposible que nos hizo dar tantos pasos y vivir tanto por buscarlo. Recuerdo a Gandalf y me parece que es tiempo de dejar la búsqueda del Imposible para que él sólo me encuentre. Seguramente la próxima semana, habrá otro que buscar.

Crónica del Imposible parte 1


Eran solo seis los envases vacíos de cerveza dentro de la caja de cartón cuando la rockola gritaba “yo te vi yo te vi yo te vi llorando” al ritmo de banda en una de las tantas cantinas de Coyoacán. Los asistentes a la cita del Sábado 21 de Marzo, que estaba a dos minutos de convertirse en domingo, habían llegado desde diferentes partes de la Ciudad con diversos motivos. En el establecimiento conocido por sus tacos al pastor y las promociones de cerveza al 2X1, la gente se reúne a convivir y “conbeber” en grupos que van desde dos personas hasta mesas grandes de diez que ocupan sillas extras para acomodar a los personajes que comen y beben hasta altas horas de la noche. Curiosamente, la cuenta de las cervezas se hace por las que están en la mesa y cuando ya no caben, le acercan a uno una caja de cartón donde se van guardando hasta que es hora de cerrar la cuenta.
Una risa aguda compite con la rockola, mientras divierte a los de la mesa del fondo cuando llegamos a los doce envases. Luego el joven del jersey de los raiders se transforma en un mono de circo que baila de la puerta a su mesa, envuelto en una estela de humo de cigarro que proviene de la puerta principal.
Una litografía pegada en la pared de enfrente con el paisaje árido del desierto y dos cactus en fondo rojo, pretende transportarme a mi amado desierto entre bailes de banda y más cervezas. Envuelta en la plática y el ambiente, se llena de nuevo la mesa de envases cuando la mesera se acerca a ponerlas dentro de la caja de cartón en el piso, cansada pero con una gran sonrisa nos informa que la nueva ley indica que pronto será hora de cerrar. Contamos veinte vacías y le pedimos que nos complete el cartón con otras cuatro para adelantarnos a la ley. En ese momento la magia aparece junto con la cuenta, un viejo vestido de negro delgado y alto, elige la mesa contigua a nosotros. Viene acompañado de un hombre grande y serio que también viste de negro. Sin poner mucha atención a los demás, mira nuestro cartón y se sonríe, ordenan comida y cervezas. Entonces mi compañera tiene que salir al cajero pues la máquina para cobrar con tarjeta está descompuesta. Yo me quedo sola en medio de este recuerdo de lo que alguna vez fueron mis noches de primavera, pienso que me acompañan los cactus y el calorcito que me recuerda a mi pueblo. Pretendo volar lejos de la ciudad cuando su mirada choca con la mía. Es un pedazo de arena del desierto, pura y transparente que sonríe. Me estira la mano para decirme un nombre que no alcanzo a escuchar por la música que ahora sube de volumen. Le digo el mío y lo repite, observa mis libros viejos que están en la silla junto a mi bolsa. Son libros viejos, me dice, seguro, los compraste en la librería de al lado. Así es, pasé toda la tarde buscando otro que no encontré, pero estos me encontraron a mí, le respondo. Los revisa uno por uno hasta que llega con el más pequeño, que casi se deshoja. Es una joyita, exclama mientras suelta una carcajada que se abre paso entre su bigote gris y su barba larga que tiene algo del mago del señor de los anillos, Gandalf. Solo quedan dos cervezas y regresa mi compañera quien se une a la conversación sobre pinturas y escritores, nos enteramos que él pinta y yo escribo. Su mirada sin embargo me dice más que las palabras, tengo la sensación de haberlo encontrado antes, en algún desierto de la mente. El cartón del piso está lleno de botellas vacías y es tiempo de irnos. Nos despedimos del nuevo amigo que bautizo como Gandalf y de la mancha negra que lo acompaña, su guardaespaldas. Afuera, el clima es templado, como si estuviera de regreso en Cabo. Caminamos entre la gente que levanta sus puestos y estamos de vuelta en nuestras calles oscuras de la Colonia del Carmen. La Gárgola del 174 se columpia junto con las horas que nos hemos bebido. Me pierdo en un viaje mullido que me lleva de regreso al desierto, veo a mis amigos de juerga beber junto a mí, todos bailamos junto al mar en una noche de luna llena para recibir a la primavera.