sábado, 18 de abril de 2009

Crónica del Imposible parte 1


Eran solo seis los envases vacíos de cerveza dentro de la caja de cartón cuando la rockola gritaba “yo te vi yo te vi yo te vi llorando” al ritmo de banda en una de las tantas cantinas de Coyoacán. Los asistentes a la cita del Sábado 21 de Marzo, que estaba a dos minutos de convertirse en domingo, habían llegado desde diferentes partes de la Ciudad con diversos motivos. En el establecimiento conocido por sus tacos al pastor y las promociones de cerveza al 2X1, la gente se reúne a convivir y “conbeber” en grupos que van desde dos personas hasta mesas grandes de diez que ocupan sillas extras para acomodar a los personajes que comen y beben hasta altas horas de la noche. Curiosamente, la cuenta de las cervezas se hace por las que están en la mesa y cuando ya no caben, le acercan a uno una caja de cartón donde se van guardando hasta que es hora de cerrar la cuenta.
Una risa aguda compite con la rockola, mientras divierte a los de la mesa del fondo cuando llegamos a los doce envases. Luego el joven del jersey de los raiders se transforma en un mono de circo que baila de la puerta a su mesa, envuelto en una estela de humo de cigarro que proviene de la puerta principal.
Una litografía pegada en la pared de enfrente con el paisaje árido del desierto y dos cactus en fondo rojo, pretende transportarme a mi amado desierto entre bailes de banda y más cervezas. Envuelta en la plática y el ambiente, se llena de nuevo la mesa de envases cuando la mesera se acerca a ponerlas dentro de la caja de cartón en el piso, cansada pero con una gran sonrisa nos informa que la nueva ley indica que pronto será hora de cerrar. Contamos veinte vacías y le pedimos que nos complete el cartón con otras cuatro para adelantarnos a la ley. En ese momento la magia aparece junto con la cuenta, un viejo vestido de negro delgado y alto, elige la mesa contigua a nosotros. Viene acompañado de un hombre grande y serio que también viste de negro. Sin poner mucha atención a los demás, mira nuestro cartón y se sonríe, ordenan comida y cervezas. Entonces mi compañera tiene que salir al cajero pues la máquina para cobrar con tarjeta está descompuesta. Yo me quedo sola en medio de este recuerdo de lo que alguna vez fueron mis noches de primavera, pienso que me acompañan los cactus y el calorcito que me recuerda a mi pueblo. Pretendo volar lejos de la ciudad cuando su mirada choca con la mía. Es un pedazo de arena del desierto, pura y transparente que sonríe. Me estira la mano para decirme un nombre que no alcanzo a escuchar por la música que ahora sube de volumen. Le digo el mío y lo repite, observa mis libros viejos que están en la silla junto a mi bolsa. Son libros viejos, me dice, seguro, los compraste en la librería de al lado. Así es, pasé toda la tarde buscando otro que no encontré, pero estos me encontraron a mí, le respondo. Los revisa uno por uno hasta que llega con el más pequeño, que casi se deshoja. Es una joyita, exclama mientras suelta una carcajada que se abre paso entre su bigote gris y su barba larga que tiene algo del mago del señor de los anillos, Gandalf. Solo quedan dos cervezas y regresa mi compañera quien se une a la conversación sobre pinturas y escritores, nos enteramos que él pinta y yo escribo. Su mirada sin embargo me dice más que las palabras, tengo la sensación de haberlo encontrado antes, en algún desierto de la mente. El cartón del piso está lleno de botellas vacías y es tiempo de irnos. Nos despedimos del nuevo amigo que bautizo como Gandalf y de la mancha negra que lo acompaña, su guardaespaldas. Afuera, el clima es templado, como si estuviera de regreso en Cabo. Caminamos entre la gente que levanta sus puestos y estamos de vuelta en nuestras calles oscuras de la Colonia del Carmen. La Gárgola del 174 se columpia junto con las horas que nos hemos bebido. Me pierdo en un viaje mullido que me lleva de regreso al desierto, veo a mis amigos de juerga beber junto a mí, todos bailamos junto al mar en una noche de luna llena para recibir a la primavera.

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